Sólo el rumor de las olas del reposado océano, acariciando sutilmente las erosionadas piedras de la orilla, me llegaba al oido, tras llegar exausto a la playa, después de un duro caminar durante horas.
Mis ojos miraban incansablemente el ir y venir de aquellas pequeñas olas, que rompían sosegadamente entre las piedrecitas, remojándolas en un baño de espuma de mar. Un hecho que relajaba mucho mis sentidos.
El penetrante sonido que producían las pequeñas piedras, al ser arrastradas por el retornar del agua hacia el mar, me causaba una enorme sensación de tranquilidad.
Respiré profundamente, y pude deleitarme del inconfundible aroma de la costa, con sus especiales matices.
Sentía en la piel de mi rostro el tierno calor de unos rayos solares que se posaban delicadamente.
También sentía la brisa, cómo formaba suaves torbellinos de aire que subían por mis brazos y refrescaba toda mi piel con esmerado cuidado.
Todo mi ser se estremecía de bienestar, devolviéndome esa merecida sensación de descanso que tanto deseaba.
Cuando me dí cuenta, tenía un gesto risueño, y la mirada perdida en un punto indefinido del horizonte.
Tal era mi bienestar, que no quise moverme de allí durante largo tiempo. Hasta que la tarde comenzó a caer, y el frío me invitaba a retirarme prudentemente.