Desde una de las más altas cimas,
del Macizo De Tamadaba,
contemplaba,
cómo se iba el día,
cómo venía la noche,
cauta,
sigilosa.
Las recortadas montañas,
en la lejanía,
se dejaban acariciar,
por una pequeña masa nubosa,
frágil,
esponjosa,
cautivadora.
Que invadía,
relajadamente,
los vertiginosos acantilados,
que bajo ella,
retaban al viento,
y a las fuertes mareas oceánicas.
Y los tenues rayos de sol,
ahora oculto tras el horizonte,
dibujaban una fina línea,
en la lejanía,
adornando el paisaje,
con sutil armonía,
en tonos pastel.
Y reposaban,
ante mis ojos,
los añejos pinos,
de leñosos troncos,
resinosos,
veteranos,
entre los relieves,
de las duras rocas.
Nada mejor,
que mil palabras,
que valen tanto,
como una imagen,
para leer,
este paisaje,
en un preciso instante,
de la vida.